Del duelo complicado al crecimiento postraumático
COVID-19 y duelo: la confrontación con la pérdida
El momento actual que nos acontece sólo puede ser definido por términos que resalten su carácter excepcional. La palabra crisis, como ese escenario socioambiental que desafía la capacidad de afrontamiento de una persona, grupo o sistema, se ajustaría a la perfección a la categorización de esta realidad presente. No en vano, el impacto del llamado COVID-19 o “coronavirus” ha creado un estado de emergencia planetaria de naturaleza sociosanitaria y económica sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial.
En este contexto, el confinamiento doméstico es el símbolo perfecto de la gestión del coronavirus COVID-19. Pero, y pese a ser imprescindible, por su eficacia profiláctica y para evitar el colapso del sistema sanitario, puede convertirse en el caldo de cultivo perfecto para la proliferación de estados psicológicos significativos, debido a la brusca interrupción de la rutina vital que conlleva. De un día para otro, se ven recortadas una serie de libertades, de manera congruente al Estado de Alarma decretado, pero potencialmente desestabilizadoras, desde un punto de vista psicológico.
Así pues, por ejemplo, a nivel sociolaboral pueden darse una serie de pérdidas de enorme calado. La carrera profesional puede reducirse, mutar (teletrabajo, p.e.) o, en el peor de los casos, detenerse de manera repentina (paralización de pequeñas y medianas empresas, celebración de un ERTE, despido laboral, etc.), suscitando incertidumbre y preocupación. La red de apoyo social, por citar otro ejemplo, puede verse menoscabada de forma mucha más dramática, ya que el confinamiento puede suponer, para muchas personas, la exposición a una situación de soledad no deseada, perdiéndose así una de las principales fuentes de regulación emocional: el contacto físico.
Sin embargo, las pérdidas que más dramáticamente están golpeando a la sociedad en estos momentos son las que vienen dadas por el fallecimiento de aquellos seres queridos que, por la perversa idiosincrasia de esta crisis sociosanitaria, resultan inesperadas, desgarradoras y, por qué no decirlo, contranaturales: miles de personas no pueden acompañar en sus últimos instantes a aquellos familiares y amigos contagiados por el coronavirus. Y lo más descorazonador: no existe, por protocolo biomédico, la posibilidad de despedirse de esa persona, dada la potente carga vírica que aún conserva el cuerpo del fallecido.
Lágrimas perdidas. Coronavirus y duelo
El COVID-19, por lo tanto, se está revelando como un virus de carácter tanto dramático, por las enormes pérdidas que genera en todos los ámbitos de la vida cotidiana, como traumático, dada la forma de producirse dicha pérdida, mediatizada por el confinamiento doméstico, el aislamiento sanitario y la incertidumbre social. A esto hay que sumarle un estado de tensión generalizada, de alerta, dada la incidencia y letalidad del virus, relativamente incompatible con la regulación efectiva de los afectos y, sobre todo, con la elaboración de un proceso de duelo.
El duelo se define como aquel proceso psicológico necesario para el afrontamiento y la asimilación de una pérdida, sea cual sea la naturaleza de esta. Consta de elementos cognitivos (esto es, pensamientos), emocionales (afectos, sensaciones), conductuales (actos) y sociales (relaciones). Además de su índole multifactorial, el duelo se desarrolla a través de una secuencia de fases y tareas, es decir, de etapas y de experiencias imprescindibles de superar, siendo esto totalmente compatible con la vivencia única y personal de cada individuo.
La pérdida, que puede ir desde el cese indefinido de la actividad profesional hasta el fallecimiento de un ser querido, sin posibilidad de acompañamiento ni despedida, provoca una sacudida en los esquemas mentales nucleares de la persona: la visión que el sujeto tiene de sí mismo, de los demás y del mundo, se tambalea. Esta ruptura con los puntos de referencia básicos del sujeto le conduce a un estado de dolor, inabarcable para su capacidad actual de afrontamiento: se produce un desafío, específicamente, en el procesamiento e integración de una información novedosa (“mi hijo ya no está conmigo”, por ejemplo), así como en la emergencia de nuevas formas de comportamiento (“tengo que aprender a vivir sin él”).
El discurrir natural de un proceso de duelo, sin embargo, puede chocar frontalmente con las condiciones socioemocionales del momento presente. La gestión internacional del coronavirus COVID-19, basada en la decretación de un Estado de Alarma y, en particular, la imposición de una medida de confinamiento doméstico, pueden desvirtuar la respuesta de duelo, debido a la configuración tan especial de este escenario: todos aquellos lamentos, suspiros, todas aquellas lágrimas necesarias, no pueden ser recogidas por nada ni por nadie o, al menos, no de manera suficiente. El duelo, entonces, se desnaturaliza, transformándose en un duelo complicado, es decir, en una suerte de cronificación del mismo, volviéndose patológica una experiencia absolutamente natural y necesaria para el desarrollo humano.
Duelo desautorizado. Tiempos de coronavirus
El estado de confinamiento presente está permitiendo la exhibición de una parte significativa del potencial de resiliencia del ser humano, haciéndose de la “necesidad, virtud”. Las muestras de solidaridad anónimas se multiplican, lo que, junto con la enorme profesionalidad del personal sanitario, siembra las bases para un incipiente sentimiento de esperanza y confianza. Las denominadas redes sociales se hacen eco de ello, con lemas y hashtags como todo va a salir bien o esto también pasará, los cuales sirven para amenizar una situación cargada de tensión, resaltando la capacidad de supervivencia que como especie poseemos.
No obstante, este tipo de consignas tienen un alcance limitado, no pudiendo sintonizar con aquellas personas abrumadas por la experiencia de pérdida. El duelo, como proceso, tiene un indudable matiz individual, subjetivo, donde cada pérdida se interpreta y vivencia a tenor de los valores personas y, en definitiva, de los esquemas mentales nucleares de cada uno. No cabe duda que el fallecimiento de un ser querido en condiciones de aislamiento y sin posibilidad de despedida (ni siquiera, de funeral) es devastador. Pero este COVID-19 se está especializando en generar pérdidas infravaloradas por el propio Estado de Alarma o, en el peor de los casos, indetectables. Todo esto redunda en una experiencia de duelo desautorizado.
Por duelo desautorizado se entiende aquella experiencia de pérdida no reconocida e, incluso, castigada por el entorno. No se valida emocionalmente el malestar suscitado por dicha pérdida o, cuanto menos, es sujeto a una minimización y racionalización contraproducentes, a efectos del adecuado discurrir del proceso de duelo, complicándolo. La muerte de un familiar, víctima del coronavirus, del cual ha sido imposible despedirse es una pérdida evidente, de carácter trágico. Pero el COVID-19, como se ha señalado más arriba, es un experto en suscitar un escenario socioafectivo y vital de múltiples pérdidas. Algunas de ellas tienen la desgracia de pasar desapercibidas o no tener lugar en dicho Estado de Alarma.
Así pues, por ejemplo, la restricción de la movilidad pública supone una pérdida minimizada por la sociedad. Para la mayoría de las personas puede ser interpretada como una “molestia”, enmarcada en el contexto actual de crisis y, pese a su carga desafiante, ser absolutamente llevadera. Sin embargo, para otro colectivo de personas, el confinamiento doméstico, supone una pérdida temporal con enormes implicaciones emocionales. La reducción drástica de la red de apoyo social, la baja activación conductual y la desaparición de ciertas rutinas puede tener un impacto silencioso pero atroz para ciertos individuos, debido a la desregulación emocional que conllevaría y el recorte de las estrategias de afrontamiento, especialmente, de naturaleza interpersonal.
La pérdida del trabajo, ya sea pasajera o indefinida, en forma de despido laboral, ERTE o cierre temporal de una empresa propia, es otra de las pérdidas que bien podría encajar en la tipología de duelo desautorizado. No cabe duda que el principal drama (y trauma) de esta crisis sociosanitaria es el número de personas fallecidas y las condiciones en las que mueren: aisladas, sin apoyo y sin posibilidad de funeral. Pero la pérdida, aún siendo temporal, del rol de “trabajador” conlleva unas consecuencias, más allá de lo económico, relevantes.
A la incertidumbre y preocupación lógicas habría que sumarle, en este sentido, cierta pérdida del sentido vital, pudiendo surgir una sensación de vacío, de falta de propósito, muy acuciante en la sociedad occidental, tan marcada por valores como la competitividad, la productividad y el individualismo. El apego hacia un “modo hacer”, esto es, a una existencia regida por la consecución de logros, convierte a la pérdida del trabajo en un verdadero desgarro, ya que el COVID-19 nos fuerza, de manera violenta, a actuar desde un “modo ser/estar”, más basado en la consciencia plena, la aceptación y la compasión.
Otras pérdidas no suficientemente valoradas en los tiempos del coronavirus son, por ejemplo, la cancelación/postergación de proyectos de tipo académico (curso escolar, p.e.), afectivos (celebración de una boda, p.e.) o deportivo (temporada, p.e.), entre otros. También pueden crear un malestar significativo, y no suficientemente validado, la separación radical de familiares, como el no contacto físico con hijos de padres divorciados, por parte de uno de los progenitores. Es obvio que todas estas pérdidas pueden ser catalogadas como “secundarias” ante la verdadera emergencia planitaria: el contagio y fallecimiento por COVID-19. Pero no ha de perderse de vista el carácter tan patológico de la negación/minimización de la experiencia de pérdida de todas las personas, en aras de respetar la subjetividad de cada individuo y, sobre todo, de prevenir consecuencias psicopatológicas nada desdeñables.
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RESERVAR CITADel trauma acumulativo al crecimiento postraumático. Duelo y COVID-19
La no validación emocional de la experiencia de pérdida de un ser humano conduce a un bloqueo en el proceso natural de duelo. Al malestar por la pérdida, del tipo que sea, hay que añadirle, entonces, el dolor por el no reconocimiento del sufrimiento propio, dando lugar a una situación de trauma acumulativo: lo más desgarrador no es, entonces, la pérdida en sí sino la respuesta invalidante del entorno. Sufrir por no poder salir de casa, por no saber cuándo voy a volver a trabajar o por no tener a mi hijo a mi lado no es “visto” ni “sentido” por los demás de manera suficiente, enquistándose el dolor.
El “congelamiento” del proceso de duelo no sólo prolonga, de manera innecesaria, el dolor por la pérdida. Además, se impide la posibilidad de aprender de la experiencia, de trascender el dolor. Se cierra la puerta, por tanto, a la oportunidad de un verdadero crecimiento postraumático. El COVID-19 dejará, a buen seguro, un trágico reguero de víctimas mortales, así como de consecuencias sociolaborales y económicas. Pero otra plaga, la psicosocial, podrá sobrevenir más tarde, en forma de trastornos psiquiátricos: trastornos de ansiedad, trastornos depresivos, adicciones, trastornos por estrés postraumático, etc. Y, sobre todo, la peor de las secuelas posibles: el no poder aprender de dicha experiencia, histórica, en términos sociosanitarios. La atención psicológica permitiría revertir dicho proceso, al poder validar el dolor inherente a toda pérdida y reestablecer el sistema de procesamiento de la información y de regulación del afecto. Como consecuencia de todo ello, se reactivaría la secuencia natural del duelo, alcanzándose la tan ansiada meta del crecimiento postraumático: la transformación/renovación como individuos, grupos y sociedad, ante esta situación sin precedentes. Sólo así, se puede atravesar esta crisis siendo fiel a sus dos acepciones etimológicas: “peligro”, ante la incidencia y letalidad del virus, pero también “oportunidad”, de reestructuración y evolución.
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Alejandra Hernández -psicóloga sanitaria, sexóloga, terapeuta EMDR, terapeuta Sensoriomotriz y terapia de sandplay – dirige los centros Hernández Psicólogos de Marbella, Fuengirola y Málaga donde ha seleccionado a excelentes psicólogos en Málaga para obtener el mejor equipo para la atención a personas en el área del bienestar y la salud mental.